La ruptura del ocultismo, la narración de la historia solapada, la puesta en escena de la verdad sustraída, convida a aceptar a Twitter, Instagram, Facebook, YouTube y WhatsApp como alternativas luminosas, a pesar de la basura que transportan.
Antes de la era de las redes sociales, y del crecimiento de la poderosa Internet en forma exponencial, el padrinazgo mediático era una barrera suficientemente habilitada para la contención de crisis políticas, institucionales, corporativas y personales.
Bastaba una buena cuña en las redacciones, mucho mejor si se situaba entre mandos medios y altos, para impedir el brote de temas indeseados que desnudaran conflictos, contradicciones, inconductas, corrupción, abuso de poder y otros tópicos.
El periodismo de la sombra siempre ha existido y ha estado ahí desafiando a los tiempos para jugar su rol de cómplice y tapadero en función de la conveniencia.
La lógica funcional era que un titular evitado era la prevención más eficaz en manos de editores endiosados, que decidían en forma vertical la “agenda setting”, el estado de opinión, la ruta de la conversación mediática.
En ese entramado el dueño o accionista, la fuente del dinero que prendía la imprenta, abría los micrófonos o encendía las luces del estudio de televisión, era clave en las estructuras de poder que le prodigaban agradecimientos de todo tipo, hasta en especie.
Aunque ese modelo lucha por sobrevivir ilusamente, su ocaso parece indetenible y si no desaparece del todo con sus cadenas de costos inútiles, irá quedando muy disminuido, mucho más si su alianza es con el poder y no con el público que lee, ve y escucha.
Entre las marcas mediáticas tradicionales y los nuevos medios existe una diferencia capital en términos de credibilidad. La pandemia Covid-19 ha salvado en parte la fama de las últimas ante unas redes sociales desreguladas, sin principios ni controles.
Todo es coyuntura, cuestión de tiempo porque la ruptura del ocultismo, la narración de la historia ocultada, la puesta en escena de la verdad sustraída, convida a aceptar a Twitter, Instagram, Facebook, YouTube y WhatsApp como alternativas luminosas, a pesar de la basura que transportan.
Por esas vías estamos llegando a las grandes primicias expuestas con su aire libertario, insolente, irreverente, a veces cargada de subjetividad, medias verdades, pero trillando caminos que pueden destapar reales escándalos judicializables.
Con frecuencia esas redes amorfas y espontáneas están forzando la agenda de las plataformas tradicionales y las tornan anacrónicas, rezagadas, impotentes.
La integración de inteligencia artificial, el aumento de las oportunidades de interacción, la personalización de los contenidos y todas las vías tecnológicas para satisfacer a la audiencia y mantenerla capturada, es la prueba más elocuente del poder de los nuevos medios.
La gestión de contenidos, la estrategia de visibilidad, la prevención y administración de crisis de reputación no tendrán éxito al margen de esos incordios indomables que son las redes sociales y la extensa cadena de portales noticiosos medianos y pequeños.
Un enlace extraído de estos sites, que a veces ignoramos, puede cabalgar por millones de cuentas en redes sociales construyendo percepción masiva en estos tiempos líquidos que nos llevan a revisar los métodos y las teorías de la comunicación estratégica.