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Muchos influenciadores, idolatrados por millones, construyen su poder desde la emocionalidad más primaria. Son, en esencia, portadores de garrotes digitales: golpes de opinión instintivos que linchan, cancelan o exaltan sin matices.

En República Dominicana, los contrastes son tan evidentes como alarmantes. Por un lado, vivimos un boom de conectividad digital: más de 10.2 millones de dominicanos -el 88.6% de la población- ya son usuarios de internet. El país ha reducido la brecha de desconectados del 43% en 2017 a apenas 11% en 2025. Las suscripciones móviles activas superan los 10 millones, y más del 70% de los internautas usan redes sociales con regularidad.

Pero al otro extremo, coexiste una profunda y crónica crisis de aprendizaje. La mayoría de los estudiantes dominicanos no alcanza los niveles mínimos de competencia en comprensión lectora ni en matemáticas. La evidencia es clara: estamos criando generaciones hiperconectadas, pero con déficits graves en habilidades cognitivas esenciales.

Ese choque entre acceso digital masivo y baja alfabetización crítica está dando origen a una figura inquietante: el primitivo digital, un usuario intensivo de redes que domina el uso técnico de la tecnología, pero no comprende textos complejos, no filtra fuentes, no distingue entre hechos y emociones. Reacciona, pero no reflexiona.

En ese ecosistema, el éxito no lo garantiza la razón, sino la visceralidad. Muchos influenciadores, idolatrados por millones, construyen su poder desde la emocionalidad más primaria. Son, en esencia, portadores de garrotes digitales: golpes de opinión instintivos que linchan, cancelan o exaltan sin matices. No argumentan: azotan.

Y el problema no es solo de ellos. Es del entorno que los aplaude. Las plataformas están diseñadas para premiar la reacción rápida, el like automático, la indignación viral. Así, se consolida un terreno fértil para la desinformación, las teorías conspirativas y los discursos de odio, especialmente en poblaciones con baja alfabetización mediática, aunque muy activas digitalmente.

Esa falta de filtros críticos también ha sido documentada. Una encuesta global de la UNESCO (2024) reveló que el 62% de los creadores de contenido digital no realiza una verificación rigurosa de la información antes de compartirla, y que muchos evalúan la credibilidad de una noticia según el número de “me gusta” o compartidos.

República Dominicana ha dado un salto cuantitativo en acceso digital, comparable al de países desarrollados. Pero el desafío pendiente es cerrar la brecha cualitativa: lograr que esa conexión masiva se convierta en pensamiento crítico, en participación informada, en ciudadanía digital.

Incluso entre ciudadanos con alto nivel educativo, se ha instalado una lectura superficial como hábito dominante. En Lector, vuelve a casa, la neurocientífica Maryanne Wolf ha expresado el temor de  “la lectura digital esté cortocircuitando nuestro cerebro hasta el punto de dificultar la lectura profunda, crítica y analítica.”

¿De qué sirve un cerebro iluminado si no interviene en redes para elevar el pensamiento colectivo? Como advierte Andrew Keen en El culto del aficionado, hoy voceros sin formación especializada pueden ocupar la misma tribuna que los expertos, diluyendo la calidad del debate público.

En este tiempo más que nunca, necesitamos una revolución educativa que forme lectores profundos, no solo escroleadores compulsivos. Que entrene la mente, no solo el dedo. Porque mientras no lo hagamos, los garrotes digitales seguirán golpeando más fuerte que las ideas.

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