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Estoy en Japón. No sólo como turista, sino como aprendiz sumergido. Camino calles donde la estética es principio de vida y los silencios parecen susurrar enseñanzas. En medio de esta experiencia me reencuentro con un autor que leí intensamente en mis años universitarios y que hoy me atraviesa con más lucidez que nunca: Kenzaburō Ōe, Premio Nobel de Literatura en 1994, filósofo de lo humano, escritor del dolor y pensador de la dignidad.

La obra de Ōe no es cómoda. No está diseñada para adornar estantes ni alimentar poses intelectuales. Es un ejercicio continuo de incomodidad moral. Y ahí, precisamente, radica su valor para quienes trabajamos en la gestión de activos intangibles como la reputación o en la administración de crisis de comunicación para marcas, instituciones y figuras públicas.

Ōe no huye del dolor. En su novela Una cuestión personal nos confronta con la fragilidad de un hombre ante el nacimiento de su hijo con daño cerebral. No hay escapismo. Hay aceptación del conflicto como condición ética.

En el mundo corporativo, la mayoría de las crisis se tratan como heridas que hay que ocultar. Pero lo que Ōe nos enseña es que toda narrativa reparadora empieza donde duele. Si una organización no reconoce sus puntos de quiebre, el relato que adopte será un maquillaje narrativo, no una reconstrucción reputacional.

Para una marca, aceptar el dolor, el error o el daño causado no es exponerse a la destrucción, sino iniciar la recuperación con legitimidad. El silencio evasivo, por el contrario, amplifica la sospecha. En nuestra cultura dominicana la opacidad suele imponerse y parece parte del alma nacional. Es el mayor muro de contención al gestionar escenarios de crisis.

En la obra de Ōe, los protagonistas no son héroes. Son seres con miedo, dudas y contradicciones. Y, sin embargo, dicen lo que hay que decir. Ese arquetipo debería inspirar a todo portavoz. Es algo que he decidido compartir con todos los voceros que entrene, aunque parezca que siembro en el desierto, lanzando semillas para que se las lleve el viento.

Los portavoces institucionales deben ser adiestrados no solo para responder bien, sino para contestar con verdad emocional y sentido ético. En tiempos de sensibilidad extrema, el simulacro del control perfecto puede volverse en contra. La empatía es más poderosa que la elocuencia.

Entrenar a un portavoz para que reconozca los dilemas éticos detrás de sus palabras es tan importante como enseñarle técnicas de entrevista. Porque un vocero que representa el alma de una organización tiene que tener también un alma propia.

Ōe fue un feroz crítico del silencio oficial japonés frente a Hiroshima y, décadas más tarde, de la manipulación informativa tras el desastre de Fukushima. Para él, la negación de los hechos era también una forma de violencia.

Esa idea es un misil conceptual contra las estrategias de riesgo que sólo miden exposición o posibles pérdidas financieras. Lo que aprendemos de Ōe es que toda gestión de riesgo reputacional debe incluir una lectura ética. ¿Qué principios están siendo puestos a prueba? ¿A quién hemos dejado sin voz? ¿Cuál es el precio de no actuar con valentía?

Las marcas deben aprender a decidir con coraje y comunicar con honestidad, incluso si eso significa reconocer errores. La anticipación no puede ser solo una práctica de matrices; debe ser también un ejercicio de responsabilidad moral.

Desde esta tierra que abraza la memoria con ceremonias y detalles, dejo una invitación a quienes gestionamos comunicación: asumir la reputación no como una coraza, sino como una narrativa viva que respira ética y tratar las crisis no como amenazas que hay que borrar, sino como oportunidades de resignificación y verdad.

Formar portavoces no como actores entrenados, sino como conciencias visibles de la marca. Y construir estrategias de gestión de riesgo donde el coraje no sea un adorno, sino la columna vertebral.

Porque si algo nos enseña Ōe es que la verdad, aun cuando duele, tiene el poder de redignificar.

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